lunes, 19 de agosto de 2013

Mi Palta, Naranja, Lima
De Ciudadela venían. La suegra de mi vecina siempre nos traía paltas del árbol de su jardín. "Comelas que tienen muchas vitaminas", me decía, y yo sé que en ese comentario se deslizaba el deseo de que me embarazara. ¿Cuánto hacía que buscaba? No sé pero ella, insistía con las paltas.
Un día tenía tantas que decidí que las plantaría.Vino el jardinero y le entregué cinco semillas. Él las tomó entre sus manos y, examinándolas, me sugirió plantarlas juntas y, una vez que brotaran, me dejaría una y las otras las llevaría a la casa de otros clientes. Me pareció una idea fantástica y las planté. Ya que yo no podía sembrar en mí, la idea de sembrar en el fondo de casa y en el jardín de otras gentes me hacía sentir prolífica.
La semilla creció, se hizo planta y árbol. Yo, de tanto en tanto, me paraba abajo del árbol y lo contemplaba. Me daba toda la sensación de estar viendo el proceso de crecer desde abajo y eso, me hacía sentir mis energías renovadas.
Después de cinco años, el árbol comenzó a dar frutos. Para mí era una inmensa alegría poder compartir paltas con mis seres queridos. Así como lo habían hecho conmigo.
Y un día, la semilla en mí, creció y fue Joaquín. Estando embarazada contemplaba el fondo desde la ventana de la habitación que habíamos construido para recibir a Joaquín y mi vista y mi corazón crecían de satisfacción y felicidad. Algunas veces ensayaba posiciones de dónde pondría la cuna del bebé para que tuviera una mejor vista del árbol. Era el árbol que había plantado con tantos planes y me había excedido las expectativas. Su copa, verde oscuro y tupida de hojas carnosas cubría casi todo el fondo. Su sombra se extendía hacia la pared de la casa del vecino.
Llegó Joaquín y yo le enseñaba desde la ventana de su habitación, el árbol. Qué feliz me hacía esa foto.
Pero también llegó el vecino del fondo, molesto porque el árbol le daba sombra a sus plantas. Y Gerardo, sin discutir ni mediar ni consultarlo conmigo, decidió que sacaría el árbol. Mis ruegos no fueron escuchados. El día que le cortaron todas las ramas y quedó el tronco pelado, lloré y Gerardo sintió pena. El panorama era devastador. El fondo había quedado desnudo. Le hice jurar a Gerardo que si un brote salía de ese tronco, lo dejaría crecer y recuperaría el árbol.
Y así sucedió.
Cinco años más tarde, el árbol había recuperado su frondosidad, su verdor, su espesor. Yo, había vuelto a pararme debajo a verlo crecer, esta vez, con Joaquín de la mano.
Y llegó el momento de mudarnos. Mientras preparábamos las cosas para la mudanza, iba al fondo a pararme debajo del árbol para despedirme cuando, de pronto, diviso algo negruzco entre sus hojas. Ajusto la vista...y ¡sí!, ¡el árbol había vuelto a dar frutos! Esa misma noche comenzaron a caer de maduros. Entonces, recojí unas cuántas paltas y me las llevé a mi nuevo hogar. Un departamento, amplio, pero sin jardín ni fondo. Corría el mes de julio de 2008.
Comimos las paltas y en un intento de recuperar lo dejado atrás, planté las semillas en una jardinera justo afuera, debajo del alfeizar de la ventana.
De vez en cuando me acercaba a la jardinera a mirar las semillas. Como si fuera un ritual, las saludaba y les repetía que crecieran para mí.
Era enero de 2009, volvíamos de vacaciones. Salgo al patio y de pronto veo que ¡una semilla había germinado! Mi alegría era tan inmensa que llamé a Gerardo y a Joaquín a que vieran el milagro. No esperé más y me fui al vivero a comprar la maceta más grande que tuvieran pero que pudiera transportar en caso de que, alguna vez, me mudara de ese departamento. Compré tierra y abono. La semilla se hizo planta y la planta,  árbol. Y no podía crecer cómoda porque la perra se comía alguna de sus ramas. Entonces, arrastré la pesada maceta al balcón del lado donde da el ventanal del dormitorio de Joaquín. Ahora, en verano, nos sentamos en el balcón junto a la palta a contemplar el verde que nos ofrece ese panorama. Estamos felices.
Pasaron cinco años. ¿Dará frutos esta vez?